Por Sandra Fattore, 18/06/2016

 

La Constitución Nacional de 1853 dispone que “la Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal” (art. 1). Esa es la letra de nuestra Carta Magna, pero, ¿es hoy Argentina una verdadera República? Para que efectivamente exista la misma debe funcionar adecuadamente la división de poderes (además de otros requisitos, tales como responsabilidad de los funcionarios públicos, periodicidad en los cargos, publicidad de los actos de gobierno y estado de derecho). La teoría tripartita de los poderes, que los distingue en legislativo, ejecutivo y judicial, implica un sistema de pesos y contrapesos que mantiene a cada uno de ellos dentro de su órbita constitucional y detiene los abusos de autoridad. Ella supone, por un lado, la especialización de las funciones, y, por el otro, la independencia recíproca de los órganos. Por supuesto que, dentro de ese sistema, la independencia del poder judicial de los otros poderes del Estado es un elemento trascendental, en crisis en nuestro país desde hace ya varios años.

Prueba de ello es el último capítulo de corrupción del que dan cuenta los hechos ocurridos en el monasterio de Nuestra Señora de Fátima, en General Rodríguez, donde fue detenido el ex secretario de Obras Públicas, José López, cuando intentaba ocultar casi nueve millones de dólares, euros y joyas. Un escándalo, claro, porque se patentizó el desvío de los fondos destinados al desarrollo a manos de funcionarios inescrupulosos. Nuevamente los lazos habidos entre la política y el dinero mantienen en vilo a la opinión pública. Ahí está el dinero que hoy le falta al pueblo, ahí están las rutas, hospitales, escuelas que no tenemos, dice el clamor popular. Y ello es absolutamente cierto: la corrupción es un flagelo que, entre otras consecuencias dañosas para la sociedad, deteriora la calidad de vida de millones de personas. Va de suyo que el caso es atravesado no sólo por la corrupción en la obra pública sino también por la ausencia de la justicia. 

Porque el asunto salió a la luz gracias a un llamado al 911 realizado por un vecino de General Rodríguez y a los policías que rechazaron el soborno de José López. Como el caso de Lázaro Báez, que se evidenció debido a la difusión del video de La Rosadita. Sin embargo, López tenía denuncias en su contra desde el año 2008 (por enriquecimiento ilícito, entre otras). Báez también. Y la justicia no había actuado.  Fue necesario que se pusiera en imágenes la corrupción, que quedara expuesta una posible protección a miembros del ejecutivo anterior por parte del poder judicial, para que éste comenzara a andar. 

Habrá que juzgar, entonces, a los jueces. La Constitución Nacional, en su reforma de 1994, incluyó el jurado de enjuiciamiento como mecanismo de remoción de los jueces inferiores: “Los jueces de los tribunales inferiores de la Nación serán removidos por las causales expresadas en el artículo 53, por un jurado de enjuiciamiento integrado por legisladores, magistrados y abogados de la matrícula federal. Su fallo, que será irrecurrible, no tendrá más efecto que destituir al acusado. Pero la parte condenada quedará no obstante sujeta a acusación, juicio y castigo conforme a las leyes ante los tribunales ordinarios…” (art. 115). El juicio político quedó reservado para los miembros de la Corte Suprema (art. 53). Será necesario, por tanto, poner en marcha esos mecanismos constitucionales para para hacer efectiva la responsabilidad de los jueces. Así lo hizo esta semana la diputada radical Carla Carrizo, quien denunció por mal desempeño al juez Daniel Rafecas, a cargo del caso López, y solicitó la apertura del procedimiento de remoción. Porque, si la justicia no funciona en forma independiente, si obedece a otros poderes del Estado o a otros intereses, el sistema republicano se distorsiona. 

 

Sandra Fattore es Abogada.